Recuerdo
aquellos tiempos en que mi infancia deshojaba margaritas.
Platero
era aún pequeño, peludo, suave; Blancanieves no era feminista;
Don
quijote no había traicionado a Rocinante con un coche oficial.
Entonces
la lluvia era húmeda y el arte estaba a salvo en sus museos.
Después
llegó la revolución de las zapatillas de andar por casa,
las
boinas sin rabito y la nueva guerra de los mundos sin H.G Wells.
El
ciudadano Kane abandonó la churrería del barrio y se pasó a Starbucks.
Caperucita
se esconde del lobo en todas las elecciones,
su
abuela se operó los pechos en la seguridad social
y la
dentadura postiza en un dentista de pago.
Ahora
Pedro llega siempre con el lobo en avión privado, sus
gritos
como siempre parecen no asustar a nadie.
El Flautista
de Hamelin se mudó a Galapagar con su ejército de ratas,
y la
parienta le toca la flauta para sobrevivir.
Vivimos
en la era de la banca pública, en San Martin sacrificamos al cerdito
hucha y
esparcimos jamones de barro por todo el territorio.
Bailamos
en pelotas alrededor de nuestro rey desnudo,
pero
los langostinos se los siguen comiendo ellos.
¡Oh
vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza! Recitan los cuervos
que leen
viejos libros mientras esquivan perdigones.
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