No esperes de mí aquel latido cierto,
mis ojos ya no brillan más que en aquella
niebla incandescente que acompaña fuegos fatuos
en el cortejo de la podredumbre.
No esperes el tiempo claro.
Es la hora crepuscular, aquella en que los colmillos
salen de sus cunas, voraces de sangre inocente
y entrañas de fuego.
Y yo soy aquella llama consumida
que va dejando el rastro incierto
de una huellas digitales de ceniza
por aquel camino que conduce al destierro
de una tumba, y al calor del edredón de los gusanos.
Ahora mismo,
Toca el reloj la hora del buitre carroñero,
y mil depredadores se inclinan ante
aquel altar ofrendando vísceras sanguinolentas,
musculo y cartílago.
En ésta hora,
la luna parece un siniestro cuchillo, ensangrentado
tras asesinar por siempre la luz.
Un harén de sierpes baila la danza de los siete velos
bajo el cubil del murciélago vampiro.
Un cortejo de ratas abre paso a los cuatro jinetes.
Y truena sobre nubes negras
el galopar de los caballos malditos, sus cascos acerados
con el frío metálico de la muerte y la caja de pandora,
ahora vacía de aquella esperanza precaria,
llora la imprudencia curiosa que desató todos los males.
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