Cuenta
la leyenda que tras el bosque oscuro, arriba en el páramo, se alzaba una
fortaleza sobre las viejas ruinas. Cuenta también la leyenda, que en aquella
fortaleza vivió un ser malvado que disfrutaba torturando a los indefensos
lugareños; mandaba sus mesnadas a saquear la aldea, ¡y pobres de aquellos que
se atreviesen a oponerse a los crueles designios del señor!
Todos recordaban al viejo alguacil del lugar,
y a su familia; el primer hombre que plantó cara a la crueldad del señor de la
fortaleza. Sí, todos recordaban aquel sangriento día; las dos hijas y la mujer
del alguacil fueron violadas repetidas veces, y degolladas después ante los
ojos del maniatado y golpeado alguacil y su único hijo varón, inmediatamente
después de la vejación y asesinato de las mujeres, desnudaron al hijo y lo
empalaron ante los ojos del derrotado hombre, qué ya no pedía otra cosa que su
propia muerte también. Pero no, no fue ese su destino; Le arrancaron los ojos y
la lengua, le amputaron la mano derecha y se lo llevaron a la fortaleza como
esclavo del señor. Todos recordaban, sí, lo recordaban perfectamente, pues tras
la tortura y asesinato de aquella familia, dejaron los cuerpos a la entrada de
la aldea como pasto de las alimañas y con la prohibición bajo pena de muerte,
de dar sepultura a los despojos de aquellos infelices. Algunos aldeanos,
aterrados por aquella crueldad extrema, agotados por una semivida en
condiciones infrahumanas intentaron huir de la aldea, para ser perseguidos, y
devueltos a la misma, donde eran castigados de una manera brutal ante todos los
vecinos.
Pasaron
varios años, las condiciones de vida no habían mejorado en absoluto para
aquellos desgraciados lugareños. De forma periódica bajaban las mesnadas, con o
sin el señor al mando de las mismas; y saqueaban a placer, dejando a los
infelices aldeanos, golpes, vejaciones y el alimento justo para sobrevivir, y
pobre de aquella muchacha hermosa que tuviese la desgracia de dejarse ver;
inmediatamente era maniatada y conducida a la fortaleza para, en el mejor de
los casos retornar a la aldea varias semanas o meses después, convertida en un
guiñapo, y muda de por vida, pues la crueldad de los moradores de aquella
sangrienta fortaleza llegaba al punto de arrancarles la lengua para que nada
pudiesen contar de lo sucedido entre aquellos muros de piedra y maldad.
Un día llegaron a la aldea dos jóvenes
hermanos, para instalarse en ella como leñadores; eran fuertes, altos, de
anchas espaldas y brazos y piernas que parecían tallados en piedra, tal era su
constitución. Los chicos se apresuraron a construir una cabaña, pues faltaban
pocos meses para la llegada del invierno, eran personas afables y pronto se
ganaron el cariño y confianza de los lugareños. En las noches de aquel verano
que tocaba a su fin, se reunían bajo un viejo y alto roble para charlar y
compartir la escasa comida y bebida. Los hermanos habían llegado a este lugar
apartado y olvidado por Dios, huyendo de una corta pero intensa vida como
soldados. Buscaban una vida pacífica, y
un lugar tranquilo para asentarse y formar una familia.
Los aldeanos olvidaban sus preocupaciones escuchando
los relatos de aquellos dos temerarios hermanos, y soñaban con viajar a tantos
de aquellos rincones remotos, y ciudades que describían.
Tanto por la novedad de su presencia, como
por las historias que traían con ellos; historias de luchas en las que habían
participado, de viajes emprendidos, de lugares visitados, como por la apostura
inherente de ambos hermanos; solo fue cuestión de tiempo que algunas mozas
empezasen a lanzar lánguidas miradas a su paso, junto con algún suspiro. Y solo
cuestión de tiempo también que uno de los dos hermanos, Rodrigo, cayese preso
de una de esas miradas.
La joven en cuestión era hija del posadero
que les hospedó, y alimentó mientras construían su cabaña. Jimena era una
mujercita de dieciocho primaveras exultantes, de pelo y ojos castaños,
no demasiado alta, pero estilizada; su
sonrisa era una brisa fresca, y sus miradas, certeras cómo saetas, hicieron
blanco, primero en las miradas de Rodrigo, después en pleno corazón.
Aquellos días de finales de agosto, era algo
habitual verles paseando, con las manos muy cerca, demasiado, aunque sin llegar
a rozarse, al menos en público, ante la mirada y sonrisa comprensiva de la
comunidad y la aceptación de los padres de la núbil doncellita.
Otoño llegó con los preparativos de la ceremonia
nupcial de Rodrigo Y Jimena, el mes de septiembre transcurrió plácido y lleno
de buenos presagios, de sonrisas y celebraciones previas al gran día, y
transcurrió también con la confianza de varios meses sin las visitas
inoportunas de aquellas mesnadas que bajaban de cuando en cuando del bosque
oscuro para atormentarles, una confianza qué les llevó al descuido.
Llegó por fin el día de la boda, con los
albores de noviembre y las primeras nieves del año, un manto blanco cómo el
sencillo vestido de Jimena, cubría las copas de los árboles, los tejados de las
cabañas, y extendía sobre el suelo una alfombra nívea para los pies de los
futuros esposos, que caminaban cogidos del brazo, camino de la pequeña ermita.
Tras ellos, una alborozada aldea, al frente de la cual caminaban el hermano de
Rodrigo, y los padres de Jimena; frente a la puerta esperaba el anciano fraile.
De repente un ruido atronador, unos aullidos
salvajes apercibieron a los lugareños de la llegada de aquellas mesnadas. Para
su desgracia entraron rodeando la aldea, ¡no había escape posible! Los
asustados aldeanos se apiñaron, intentando ocultar a las mujeres de los
codiciosos ojos de la brutal soldadesca mercenaria, pero todo fue en vano;
cargaron como lobos salvajes contra el grupo, apartando unos a los hombres y
dejando los otros a las mujeres, indefensas y expuestas a la vista de su
lascivia, en el centro del circulo se encontraba Jimena, bella y esplendorosa
ante la siniestra mirada del señor de las mesnadas, y el terror de aquellos
lugares, qué se apresuró a entrar en el circulo y subirla de manera brutal a su
negro corcel, cruzándola sobre la grupa de aquel caballo oscuro, cómo el
destino de aquella infeliz.
El anciano fraile, el joven e impetuoso
Rodrigo, su hermano y el padre de Jimena intentaron interponerse entre aquella
desdichada y las pérfidas intenciones de su raptor, sujetando unos las riendas
del animal, otros intentando bajar a Jimena de aquella grupa.
Entonces se desató el infierno, Rodrigo sintió
un brutal y frío golpe en su mano, una mano que contempló incrédulo en el
suelo, cercenada de su brazo, después un fuerte golpe en la cabeza, y todo se
volvió negro.
Al despertar, lo primero que vio fue a su
hermano, junto a él, con la mirada triste y ensangrentada. A su alrededor, en
aquel frío suelo; los cadáveres del viejo posadero y su esposa, el cuerpo
decapitado del fraile, y los de algunos vecinos más, la ermita agonizaba pasto
de las llamas, también habían incendiado algunas cabañas. Se llevaron a Jimena
y a otras tres doncellas más, la aldea ofrecía una imagen dantesca.
Cuenta la leyenda, que tras enterrar los
cadáveres y recomponerse como mejor pudieron, aquellos jóvenes hermanos
excitaron los ánimos de los supervivientes, conminándolos a luchar, y morir si
fuese necesario, antes que seguir soportando aquellas brutalidades.
Cuenta también la leyenda, que los hermanos
sacaron de nuevo sus armas, y enseñaron a los lugareños a defenderse y luchar,
como mejor supieron; y una noche negra de comienzos de invierno, una procesión
de antorchas y aldeanos indignados subieron a morir al páramo.
Fue una noche de sangre y fuego, una noche de
muerte y de venganza, sobrevivieron muy pocos, pero al clarear el día aquella
fortaleza maldita se consumía pasto de la ira, y de las llamas. El señor de los
malditos ardió entre sus muros con algunos de sus hombres, otros encontraron la
muerte luchando a las puertas. Pero todos los componentes de aquella legión
maldita perecieron en justa venganza.
También murió el hermano de Rodrigo junto a
varios aldeanos, rescataron a Jimena y a dos de las tres doncellas que
secuestraron el día de la funesta boda, no eran las mismas, sus ojos reflejaban
sufrimiento, sus cuerpos mancillados y atormentados eran prueba del dolor que
destilaban aquellas miradas. La vida continuó, los años amortiguaron el dolor y
vejaciones, llegaron hijos, después nietos.
Con el correr de los siglos la historia
original quizás perdió parte de su contenido, nunca lo sabremos; sin embargo
tras aquel bosque aun pueden verse los restos calcinados de aquella fortaleza
del mal, y la esencia de lo que ocurrió allí y sus motivos, han pasado de
generación en generación entre nosotros; yo mismo soy un descendiente del
valiente Rodrigo, aquel que por amor desafío y venció al mal.
Pero el mal no se fue del todo, sigue allí,
entre aquellos restos calcinados y malditos; en noches de luna llena puede
verse una densa niebla qué se apodera del bosque. Dicen que aquellos
desdichados que se aventuran en aquella opacidad en busca de aventuras, se
pierden en un nexo de los tiempos, un nexo que les conduce a vivir aquel horror
contra el que lucharon mis antepasados, cuentan que jamás vuelven a salir de
aquella niebla.
Jorge y Sonia escuchaban absortos el relato
del joven posadero; un chico de unos veinticinco años. Ante ellos unas tazas de
café, un café que no habían probado, un café frío.
Llegaron esa misma tarde, su intención
hospedarse unos días y recorrer la zona como senderistas, preguntaron al
posadero por lugares interesantes, e historias inquietantes, y él les contó la
historia de su posada, de sus antepasados; la historia de ese pequeño pueblo en
el que tenían intención de permanecer algunos días, y una extraña leyenda que
flotaba en torno a unas ruinas tras un bosque.
Cuenta la historia, que dos curiosos
senderistas se encaminaron una tarde de enero en busca de aventuras y de unas
viejas ruinas, cuenta también que algunos vecinos intentaron disuadirles, para
que no lo hiciesen, no esa tarde. Cuenta la historia que los jóvenes les miraron
sonrientes y negaron, cuenta cómo los vecinos les vieron alejarse confiados,
cómo les vieron desaparecer entre aquella espesa niebla que empezaba a formarse
en las vísperas de la noche de la gran batalla, acaecida siglos atrás, en
aquellos mismos parajes.
Meses después, un vecino encontró a una chica
semidesnuda, y notoriamente trastornada, sus ojos reflejaban un profundo
terror, era incapaz de articular palabra alguna con coherencia. Explorando los
alrededores encontraron el cuerpo mutilado de un joven, le habían arrancado los
ojos y la lengua, y le faltaba también la mano derecha.
A lo lejos, entre los jirones de niebla,
desde lo más profundo del bosque, llegaba el eco de un macabro estruendo; algo
parecido al galope de varios caballos y viejos gritos de batalla.
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