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sábado, 2 de marzo de 2013
EL RENACER
Claudio estaba asustado, ¿qué había pasado? Lo último que recordaba
era haberse quedado solo, sus amigos habían empezado a marcharse
del local, y él se quedó a tomar “la última”, recordaba también a aquella
chica que le invitó a fumar. Tal vez la mezcla de alcohol y drogas es lo
que le tenía tan desorientado en este instante. ¿Dónde estaba? Era una
habitación oscura, con olor a humedad, el aire flotaba rancio, saturado,
viscoso, agobiante como un espacio cerrado durante demasiado tiempo.
¿Estaría soñando? Un mal sueño, seguro, un extraño sueño producto de
sus abusos nocturnos. La cabeza le pesaba, tenía sed, mucha sed; no
podía moverse, un extraño frío recorría su interior, sentía además una
extraña rigidez en sus extremidades, como si le faltase el riego
sanguíneo en ellas. El cuello le latía con intensidad, como si las venas y
arterias que corrían por su interior tuviesen vida propia. Aguzó el oído,
nada, un silencio absoluto, espeso como el aire estancado de aquella
habitación.
Intentó recordar, se esforzó. Recordaba haber invitado a la chica a una o
varias copas, estuvieron charlando, no recordaba sobre qué,
seguramente las chorradas propias de una noche de juerga; la chica
volvió a invitarle a fumar, la verdad es que aquella yerba que le dio era
estupenda, no recordaba haber fumado nunca nada parecido, recordaba
aquella extraña sensación de vacío, era como si la chica y él estuviesen
flotando en un inmenso espacio, como si nada hubiese bajo sus pies,
sobre sus cabezas o a su alrededor. Ella le susurraba al oído, le
mordisqueaba el lóbulo de la oreja, le besó profundamente y salieron a
la calle juntos. Sí, ahora recordaba aquel paseo lleno de intenciones, la
chica le estaba poniendo a cien, caminaban sin rumbo aparente, las
calles y la noche les pertenecían, eso le dijo ella. También le dijo que
nunca olvidaría esa noche, que ella le daría lo que ninguna otra sería
capaz de darle, mientras sus manos recorrían sus muslos, ansiosas pero
expertas, recordaba aquel calor sobre la tela de sus tejanos, el fuego
que le inundaba, el deseo que le explotaba mientras la chica exploraba
todo su cuerpo con sus manos. Recordaba como aquel deseo creciente
odiaba aquellas calles que le separaban del cuerpo desnudo de la chica.
- ¡Vamos a mi casa! - La dijo- ¡Vamos a mi casa!
- Tranquilo, déjame hacer a mí, te llevaré a un lugar donde todo es
posible, a un lugar donde no hay límites, y allí tendrás mucho más de lo
que esperas, tendrás incluso lo más inesperado.
- ¡Cómo te llamas, aún no sé ni tu nombre y lo quiero todo de ti!
- Morgana, me llamo Morgana; y como te dije tendrás todo y más.
Recordaba aquella fachada lúgubre, aquel portón de madera con su escudo
nobiliario tallado en la piedra. Sobre la noche y sus sombras se recortaba la
silueta de un viejo caserón; eran comunes en ciudades como la suya, ciudades
con aires medievales, ciudades que conocieron muchas noches como esta a
través de los siglos.
- Esta es la casa de mi familia, aquí estaremos bien, nadie nos molestará
en ella, y adentro tenemos todo lo que necesitamos.
- Todo lo que yo necesito lo tienes tú, lo tienes bajo tu ropa, lo tienes en
esa boca que me incendia en cada beso, en esas manos que me atan
en cada caricia, como dos correas de terciopelo.
- Entra, entra; como si fuese tu propia casa.
Tras la puerta, una enorme sala con columnas de piedra, y entre dos de
aquellas columnas el comienzo de una escalera, qué ascendía sinuosa hasta la
primera planta, del alto techo colgaba una enorme lámpara, muy antigua, todo
allí era de otro siglo, todo menos Morgana, y la impaciencia de Claudio por
llevarla a la cama.
- ¿Dónde vas Claudio? No tengas tanta prisa por conocer esa escalera o
las habitaciones a las que conduce. Ven, ven conmigo.
Tras aquellas columnas una puerta, tras la puerta una gran sala a modo de
comedor, una larga mesa de madera presidia en su centro, en una esquina una
chimenea apagada, algún arcón pegado en sus paredes, cuadros, un enorme
mueble también de madera, y alfombras sobre un enlosado de piedra.
- Ven, tomemos un coñac, es de nuestra bodega, tiene más de trescientos
años, para ocasiones especiales. Y tú, Claudio, eres una de esas
ocasiones especiales; me gustas mucho, por eso estás aquí; si no te
hubiese tomado en serio ahora estarías tirado en la calle, solo. ¡Ven,
ven! Brindemos por ti y por mí, por el comienzo de algo nuevo.
- Por nosotros Morgana, por lo que tú quieras, me tienes hechizado, soy
incapaz de negarte nada esta noche.
- Yo no me apareo por noches, soy algo chapada a la antigua, ya te dije
que estás aquí porque me gustas mucho, salud Claudio.
Tras el brindis llegó un beso, aquellos labios golosos de Morgana se pegaron a
los suyos, suaves, calientes y húmedos como el licor que acababan de tomar.
Claudio se dejó llevar, ella era como un torrente que arrastraba su voluntad y
sus deseos hasta su cuerpo, Morgana le recorría la piel con sus labios
traviesos, la boca, mordisqueando sus labios, el cuello, la nuca, mientras, sus
manos acariciaban su espalda y su pelo. De repente sintió un calor intenso, se
notó mareado, todo empezaba a darle vueltas, todo se volvió negro a su
alrededor. Después de eso, nada, nada hasta este instante, nada hasta este
extraño despertar.
La oscuridad empezaba a diluirse entre el brillo mortecino de unas velas, sí, era
Morgana con un candelabro en sus manos, miró a su alrededor, estaba en una
vieja cama con dosel, en una habitación con todos los postigos cerrados. Ella
se acercaba, llevaba una especie de camisón largo y vaporoso, bajo él, solo su
cuerpo, solo esa piel que había encendido sus ansias.
- ¡Ya te has despertado cariño! Me alegro, espero que hayas descansado,
has dormido todo el día sabes, es casi medianoche; bienvenido al primer
despertar de tu nueva vida, junto a mí. Estarás hambriento, estoy
segura.
La verdad es que sí, estaba hambriento, una extraña sensación le recorría,
necesitaba alimentarse, pero no, no era alimento sólido lo que su cuerpo
reclamaba, era... otra cosa.
Morgana sonrió, le besó; su boca entreabierta dejaba ver dos afilados incisivos,
y unas gotas carmesíes bajo sus labios.
- Ya te dije que te daría lo que ninguna otra podría darte, una vida eterna.
Vamos Claudio, te enseñaré a cazar; no te preocupes por mí, yo ya he
cenado.
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