Voy a escribir una nota de suicidio en mi nombre, en el nombre de los
míos, en el nombre de mis antepasados. También en el nombre del padre
que sufre, del hijo sin futuro ni tierra que le sepulte, la mujer violada por
el Corán. Después cortaré las venas de mi cultura, de mi historia y de mi raza, para sumergirme en las aguas
tormentosas del mar invasor y desangrarme lentamente entre titulares
colaboracionistas. El horizonte ennegrecido por las cúpulas de la media luna,
el silencio perturbado por gritos paganos y dioses de muerte, las calles
empapadas por la sangre del cordero occidental, y de nuevo más silencio, un
silencio sepulcral, hediondo como un cadáver sin batalla. Los buitres sobrevuelan
el festín, satisfechos, sin dar gracias por los alimentos recibidos carroñean
con sus picos afilados por la ambición y sus garras sostienen con fuerza las
actas de su poder. La tierra también agoniza, el verde muere para dar paso a la desertificación y
negros demonios cabalgando con sus alfanjes desenvainados. Los viejos dioses se
mudaron hace siglos, el nuevo dios solo sabe poner la otra mejilla. Su rebaño
sigue siendo de ovejas, sus apóstoles ya no son pescadores de hombres si no de
valores bursátiles y niños despistados. En Roma un viejo loco pasea su soberbia
ignorante por el mundo con alma negra y blancas vestiduras mientras el apóstol
enterrado bajo la Basílica le llama Judas. Garibaldi espantado convoca un
consejo de estado y ultratumba, pero las camisas rojas no significan lo mismo
que antaño, nadie responde a su llamada y el Águila tiene reuma en las alas. El
tótem de Europa es ahora un feo edificio de cristal y hormigón con plaga de
cucarachas.
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