Tal vez la melancólica
mirada del poeta
sea
comparable a los ojos tristes del patriota
al
contemplar, instalados en sus almenas
todos los
besos de Judas entre almenaras encendidas.
La madera
es escasa y el odio aviva las llamas,
pertinaces
ascuas encendidas por sonrisas de hiena,
el aullido
del lobo, la víscera como quinta esencia
en el
funeral de la ilustración y doña Pepa.
Tormentas
en la noche, rugidos de trueno
y una brújula
sin norte definido para marcar el rumbo.
La voz deja
de ser voz secuestrada por el grito,
el grito
deja de ser grito enmudecido por aquel colérico
infante
desproporcionado que jamás supo llegar a buen puerto.
A la deriva sin capitán o tripulación experta,
el Galeón Español hace aguas mientras sus ratas
huyen en
pequeñas embarcaciones provincianas.
Una vez
más, en aquella tierra de nadie la bandera desgajada
contempla
impotente el campo de batalla.
Ya no es
tiempo de héroes o caballeros, los bufones tomaron
la corte y
acuden a los consejos de ministros de una corona oxidada.
Y el poeta,
siglos después, sigue mirando los muros de la patria suya.
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