VIII.
¡Oh
amante tenebrosa!
¿Quién
te ofrendará carne inocente?
¿Quién
te cantará en toda tu magnificencia?
Cantatas,
coros fúnebres en réquiem
por los
que murieron,
por los
que van a morir
por los
que morirán.
Voces de
ultratumba, que entonan
en Do
Sostenido El Ave Maldita,
mutilando
con sus garras mutiladas
aquellas
manos llenas de sueños
y
manchadas de esperanzas.
Esqueletos,
armazones de huesos podridos
bajo
palios oscuros con cruces invertidas.
Más
allá, donde acaba el laberinto de luz
y nacen
las tinieblas,
allí
donde el reloj siempre toca la última hora,
y el cadáver
de un cuco se desliza elegante por su pasarela.
Basiliscos,
Arpías; dentelladas que desgarran la vida.
Arañas
negras que tejen sudarios y cortinas a juego.
Panteones
en cómodos plazos
y plazas
de garaje
para
ataúdes unifamiliares.
Cortesanos
del caos que hipotecan el alma
con las
huellas digitales de la sangre inocente.
Núbiles
doncellas recién destetadas
que
ofrecen sus pechos al asesino lactante.
Manos
atadas, mordazas de palabras encadenadas.
Miradas
vacías sobre las cuencas de los ojos muertos,
donde
teje su capullo el gusano de seda oscura
con
dientes de hiena y fauces de lobo.
¡Oh
desdichados!
No hay
donde esconderse
tenéis
una cita con la muerte
desde el
primer llanto.
XVII.
Soy tal
vez la metamorfosis
de mí
mismo.
Forjado
en las cavernas abismales
con el
yunque
del
desprecio y la negra pluma
del
cuervo carroñero
que
picotea las entrañas del alma
hasta
devorar la esencia.
Aquel
retrato que enmascara
las
negras intenciones
condenando
la apariencia
a una
engañosa inmortalidad
en la
que la juventud
es únicamente una mueca insaciable.
¡Oh
trovador oscuro!
Poeta
maldito que escribe
versos
de desesperanza.
¿Dónde
quedó la luz?
¿Dónde
el arcoíris que llevaba
el color
de la esperanza?
Fuegos
Fáusticos centellean
en las
pupilas
jugando
a ser destino incierto
en el
interior de un laberinto
donde no
queda
más
certeza, que la certeza
de la
muerte.
La noche
se dibuja entre los pliegues
de
mil folios
plagados
de ataúdes y cantos siniestros
con el
aria del lobo y sus colmillos
infectados.
El
páramo es un inmenso campo
de
siembra en el que florece
la
agonía.
Entre
flores putrefactas
libo el
aroma y el néctar del mal.
En aquel
eterno campo
salpicado
por lamentos
del
espíritu errante
trazo
los contornos
del
rictus amargo.
Allí,
donde nada crece
y el
gusano devorador
teje sus
capullos
de negra
seda
que dan
vida al buitre y el murciélago
y visten de color la túnica y el aquelarre
hilo
mortajas poéticas.
Ya no
queda sitio o existe
lugar
alguno,
todo
está perdido
entre un
espesa niebla relativa
que da a
luz niños muertos
y
calaveras sonrientes
con
monedas en los ojos
y
billetes en sus bocas
en
estado de descomposición.
En este
instante una lluvia
acida se
desliza
por los
ojos fallecidos de la vida;
dos
cristales que reflejan el horror
en un
espejo
de
absoluto silencio,
aquel en
que la muerte maquilla
sus
gestos
minutos
antes de entregarse
a su
trabajo.
Aquel en
que la viuda llora
y es
violada la núbil doncella
por
legiones de anatemas.
En la
morada del diablo tañe
la lira
de llamas
para acunar
el sueño de Azrael.
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