Lancé mis piedras contra aquellos muros
que inclementes alzan crueles banderas.
Mis manos cansadas se alzaron de nuevo
en la batalla de los molinos de viento.
La altiplanicie Castellana ahora manchada por
la insolencia
me escupe todas mis derrotas a la cara.
Don Quijote debe morir, es cierto.
Sancho Panza tomó el relevo y galopa
a lomos de su rucio con nuestra comida en sus
alforjas.
Allá, en las viejas playas el recuerdo en el
rastro
de una armadura oxidada que se pierde
entre cruces amarillas y discursos
radioactivos.
¿Cuántas piedras deberemos arrojar los
pecadores
para que “los libres de pecado” dejen de
tirarnos las suyas?
Jesucristo ya no existe, de su silencio brota
tinta roja
por todas sus llagas; su padre fue asesinado
por Nietzsche
y la Conferencia Episcopal en cualquier lugar
del mundo.
El Papa corre desnudo por el Vaticano
cantando “Imagine” con los dedos llenos de
oro.
Sigue siendo la era de Herodes y los Santos
Inocentes
sepultados en torno a su trono de huesos.
Todo está a la venta, incluso Rocinante.
Ahora están de moda los tractores de combate,
las verdades post modernas y los viajes a la
luna
en cómodos plazos mensuales.
1984 sigue siendo un buen año para Orwell
exclaman viejos dictadores satisfechos en sus
tumbas.
No le busques un sentido al poema o la vida,
nunca fue esa la intención del
poeta-constructor.
Tal vez el acto más noble de la creación
sea al mismo tiempo su propia
destrucción.
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