viernes, 21 de diciembre de 2012

CANTOS MALDITOS- Cantos VIII Y XVII


 

VIII.

 

¡Oh amante tenebrosa!

¿Quién te ofrendará carne inocente?

¿Quién te cantará en toda tu magnificencia?

Cantatas, coros fúnebres en réquiem

por los que murieron,

por los que van a morir

por los que morirán.

 

Voces de ultratumba, que entonan

en Do Sostenido El Ave Maldita,

mutilando con sus garras mutiladas

aquellas manos llenas de sueños

y manchadas de esperanzas.

 

Esqueletos, armazones de huesos podridos

bajo palios oscuros con cruces invertidas.

Más allá, donde acaba el laberinto de luz

y nacen las tinieblas,

allí donde el reloj siempre toca la última hora,

y el cadáver de un cuco se desliza elegante por su pasarela.

 

Basiliscos, Arpías; dentelladas que desgarran la vida.

Arañas negras que tejen sudarios y cortinas a juego.

Panteones en cómodos plazos

y plazas de garaje

para ataúdes unifamiliares.

 

Cortesanos del caos que hipotecan el alma

con las huellas digitales de la sangre inocente.

Núbiles doncellas recién destetadas

que ofrecen sus pechos al asesino lactante.

 

Manos atadas, mordazas de palabras encadenadas.

Miradas vacías sobre las cuencas de los ojos muertos,

donde teje su capullo el gusano de seda oscura

con dientes de hiena y fauces de lobo.

 

¡Oh desdichados!

No hay donde esconderse

tenéis una cita con la muerte

desde el primer llanto.












XVII.

 

Soy tal vez la metamorfosis

de mí mismo.

Forjado en las cavernas abismales

con el yunque

del desprecio y la negra pluma

del cuervo carroñero

que picotea las entrañas del alma

hasta devorar la esencia.

 

Aquel retrato que enmascara

las negras intenciones

condenando la apariencia

a una engañosa inmortalidad

en la que la juventud

es  únicamente una mueca insaciable.

 

¡Oh trovador oscuro!

Poeta maldito que escribe

versos de desesperanza.

¿Dónde quedó la luz?

¿Dónde el arcoíris que llevaba

el color de la esperanza?

 

Fuegos Fáusticos centellean

en las pupilas

jugando a ser destino incierto

en el interior de un laberinto

donde no queda

más certeza, que la certeza

de la muerte.

 

La noche se dibuja entre los pliegues

 de mil folios

plagados de ataúdes y cantos siniestros

con el aria del lobo y sus colmillos

infectados.
 

 

 

El páramo es un inmenso campo

de siembra en el que florece

la agonía.

Entre flores putrefactas

libo el aroma y el néctar del mal.

 

En aquel eterno campo

salpicado por lamentos

del espíritu errante

trazo los contornos

del rictus amargo.

 

Allí, donde nada crece

y el gusano devorador

teje sus capullos

de negra seda

que dan vida al buitre y el murciélago

y  visten de color la túnica y el aquelarre

hilo mortajas poéticas.

 

 

Ya no queda sitio o existe

lugar alguno,

todo está perdido  

entre un espesa niebla relativa

que da a luz niños muertos

y calaveras sonrientes

con monedas en los ojos

y billetes en sus bocas

en estado de descomposición.

 
 

En este instante una lluvia

acida se desliza

por los ojos fallecidos de la vida;

dos cristales que reflejan el horror

en un espejo

de absoluto silencio,

aquel en que la muerte maquilla

sus gestos

minutos antes de entregarse

a su trabajo.

 

Aquel en que la viuda llora

y es violada la núbil doncella

por legiones de anatemas.

 

En la morada del diablo tañe

la lira de llamas

para acunar el sueño de Azrael.

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