viernes, 21 de diciembre de 2012

EL ESPEJO.


        

Mario paseaba por el viejo rastrillo, era un apasionado de los objetos raros, antiguos; a ser posible con una extraña historia flotando en torno a ellos.

A decir verdad la mañana le estaba resultando bastante aburrida; montones de libros usados

que no ofrecían demasiada novedad a un eterno buscador, objetos de cerámica, viejos muebles de madera, algún gramófono o radio de principios del pasado siglo, los eternos puestos de sellos, billetes y monedas, viejas condecoraciones. El pan nuestro de cada día en ese tipo de mercadillos.

Aburrido de fisgonear, decidió hacer un alto en su búsqueda para tomar una cerveza bien fría y un pincho, preferiblemente de tortilla. Bajo los soportales, casi escondido entre dos esquinas

Se encontraba su tasca favorita, Casa Pepe, una vieja taberna que anunciaba orgullosa el año de su apertura en un bonito entramado de mosaico; 1910. El interior aunque reformado, conservaba aquel aire añejo en su decoración, y tras la barra un bisnieto del fundador, y amigo suyo.

-          ¡Buenos días José, una jarra fría de cerveza y un pincho de tortilla!

-          ¡Vaya, buenos días Mario!, no te pregunto cómo ha ido porque te veo entrar con las manos vacías.

-          Sí, la verdad es que hoy no me sonríe la suerte, esto empieza a estar demasiado trillado, cada día cuesta más encontrar algo que merezca la pena. Creo que empiezo a venir solo por tu tortilla y la conversación.

-          Pues hablando de conversaciones Mario, ¿Sabes quién ha muerto? El Señor Cornelio. Un infarto fulminante, lo encontraron ayer noche tras el mostrador de su tienda, la verdad, es algo extraño pues a pesar de su edad nunca tuvo problemas cardiacos, lo más raro de todo, según comentan los mentideros era la expresión de su cara, una fría mueca de espanto. Lo curioso es que no falta nada en su tienda, ni dinero ni objetos de valor, nada que pueda presagiar un intento de robo. Es como si simplemente hubiese visto a la muerte venir por él.

-          ¡Vaya, echaré de menos las conversaciones con el viejo anticuario! Era todo un erudito, todo un personaje; llegué a apreciarle bastante.

-          Y él a ti Mario, te consideraba cómo de su familia, la verdad es que estaba bastante solo, de hecho no ha llegado nadie aún a reclamar su cuerpo. Creo que tiene una hija pero la verdad, nunca la vi por aquí. La policía está haciendo algunas preguntas por el barrio, pura rutina.

-          En fin me marcho, haz el favor de avisarme para su entierro, me gustaría acompañar al viejo hasta su última morada, no creo que vaya mucha gente y lo menos que merece el pobre Cornelio es que le acompañe hasta el final.


 

Tal y como supuso Mario, no fue demasiada gente a despedir al pobre anciano apenas 20 personas; entre las que se encontraban él mismo, su amigo José, algunos compañeros de comercio del barrio y aquella hija que nunca habían visto en todos aquellos años de trato con el difunto Señor Cornelio, un hombre por otra parte, bastante reservado en lo tocante a su vida familiar y personal, un hombre que nunca les habló de aquella hija que ahora tenían ante ellos. La verdad es que la chica era una autentica belleza, tenía unos ojos penetrantes, oceánicos, y negros como una noche. Podría decirse de ellos, que hablaban en cada una de sus miradas; de figura estilizada y una negra y larga cabellera que le llegaba casi hasta la cintura.

 

-          Vosotros sois Mario y José supongo, los amigos de mi padre; gracias por venir, mi nombre es Dagda.

-          De nada, soy Mario y él es José, encantados de conocerte, aunque las circunstancias no sean las más adecuadas. ¿Por cierto, Dagda? Un nombre muy curioso.

-          Sí, mi padre llevaba sus aficiones y su pasión más allá de sus negocios, toda su vida giró en torno al pasado; incluyendo el nombre de su hija. Por cierto Mario, cuando tengas tiempo debo hablar contigo, mi padre te ha dejado algo, te agradecería que pasases por la tienda en cuanto puedas, tengo intención de inventariar todo y liquidar el negocio para volver a marcharme. Parece ser que te ganaste su aprecio a pulso, no te deja una bagatela precisamente.

-           Vaya, reconozco que estas despertando mi curiosidad, compartía con tu padre esa pasión por las antigüedades, por las viejas leyendas y mitos. De ella nació nuestra amistad precisamente. Haremos algo Dagda, te dejo mí número de móvil y estamos en contacto.

 

La vieja tienda estaba como siempre, con ese olor tan peculiar a años pasados. El local era muy espacioso, lleno de estantes en los que se podían ver los más extraños objetos, cajones y vitrinas, y todo alrededor, viejos arcones, maniquíes con ropas de otros siglos, incluso un par de enormes pianos, y algún que otro instrumento musical más. El Señor Cornelio era un verdadero anticuario, un hombre capaz de conseguir las piezas más extrañas, las más exóticas rarezas. Había sido un hombre con muchos contactos, alguien que amaba su profesión, alguien que hizo de su pasión una forma de vida hasta el final. Aún flotaban en el ambiente y los recuerdos de Mario tantas conversaciones sobre los viejos mitos y leyendas de otras culturas, sobre los antiguos Dioses paganos.

 

-          Gracias por venir Mario, espera un momento, voy a buscar el paquete que te dejó mi padre, aunque mejor será que me ayudes, es algo grande y pesado para traerlo yo.

 

Mario acompañó a Dagda al interior, a la trastienda, una habitación casi tan grande como la tienda en sí, allí había infinidad de objetos embalados y sin embalar, con etiquetas que anunciaban su procedencia, antigüedad y destinatario.

 

-          Ese paquete es el tuyo Mario, te garantizo que te llevas algo muy valioso, un objeto que lleva muchos años en la familia.

 

El paquete tenía algo más de un metro de altura, por unos cuarenta centímetros de ancho.

¿Un cuadro tal vez? En fin, ya lo averiguaría al llegar a casa. Dagda le entregó también un sobre cerrado, con su nombre escrito.

 

-          Toma, mi padre también te dejó esta carta.

-          Gracias por todo, supongo que seguiremos en contacto ya que tienes mi numero.

-          Sí Mario, seguiremos en contacto, de eso estoy segura.

 

Mario conducía con cierta impaciencia, ¿qué le habría dejado el viejo? El paquete acomodado en el asiento trasero de su Renault Megane parecía burlarse de su curiosidad durante el trayecto.

 

-           ¡Por fin en casa! Exclamó al cerrar la puerta de su apartamento tras de él.

 

 Con extremo cuidado, a pesar de la impaciencia que le anegaba, fue desenvolviendo aquel paquete. ¡Vaya, era un extraño espejo! Un marco de bronce con símbolos rúnicos, la superficie del espejo era de plata, muy pulida, hasta conseguir un nítido reflejo. No sólo era muy antiguo, era además muy valioso. La carta estaba a su lado, aún sin abrir, Mario la miraba desconcertado. ¿Qué habría impulsado al pobre anciano a dejarle esa fortuna? No conseguía entenderlo. Si el viejo hubiese estado solo en el mundo, tal vez, pero tenía a su hija; y sin embargo le había entregado ese valioso espejo a él. Lo mejor era leer la carta y salir de dudas:

 

 

-          Estimado amigo.

Imagino que estarás muy desconcertado en este momento, puedo adivinar las preguntas que debes estar haciéndote en este mismo instante.

¿Por qué me deja a mí este valioso espejo?

¿Por qué no a su hija?

¿Qué puede haber visto en mí, para hacerme merecedor de tan valioso obsequio?

¿Cuánto puede valer si me decido a venderlo?

 

Empezaré a responderte que si te decides a venderlo tendrías la vida resuelta, pero sé que no lo harás, con esto respondo a dos de las preguntas que seguramente te has hecho.

Te lo dejo a ti, porque creo que entenderás que su verdadero valor va mucho más allá de lo económico, es una verdadera rareza, de las que te gustan tanto, su origen se pierde atrás en los tiempos. Este espejo, querido amigo te enseñará todo lo que desees ver, y quizás algunas cosas que no desearías ver nunca; entraña ciertos riesgos su uso, hagas lo que hagas no permitas que indague en tu interior, en tus más íntimos

deseos o ambiciones. Si consiguiese hacerlo se apoderaría de tu alma, y entonces te aseguro que no hay escape alguno, vayas donde vayas serás suyo. Mucho cuidado amigo, no existe lugar donde esconderse de su poder. 

 

Mi hija está vinculada a él, como todas las mujeres de mi familia desde hace generaciones. Digamos que es en cierta forma, su guardiana; por ese motivo no debe tenerlo ella. Lo normal es que pase a los varones de la familia, pero nunca tuve hijos varones, y mi sobrino, destinado a poseerlo tras mi muerte falleció hace años de manera extraña.

Por ese motivo el vínculo que une el espejo a mi sangre queda roto tras mi fallecimiento, y por ese motivo debo traspasarlo a alguien de mí confianza, en este caso tú. No puedo explicarte con todo detalle lo que necesitas saber, eso es algo que tendrás que averiguar por ti mismo. Úsalo con prudencia amigo, te tenderá trampas para liberarse de ti, pero está obligado a obedecerte en tus deseos; debo explicarte también que es una puerta al pasado, al futuro, y a otros mundos que desconoces, el peligro que entraña es precisamente el afán que pueda despertar en tu sed de conocimiento. Como te dije antes, escrudiñará en lo más profundo de ti mientras te sirve, buscando un punto débil, procura que no lo encuentre. Para vincularlo a ti debes apoyar el dedo corazón de tus manos sobre los símbolos que hay en los extremos superiores del marco, al mismo tiempo que pronuncias tú nombre.

Esto es todo lo que puedo decirte amigo, la decisión de aceptar este don que te ofrezco es solo tuya.

 

Atentamente.

 

CORNELIO

 

Desde luego este era un día de sorpresas, Mario no tenía claro si el viejo había perdido el juicio al escribir esa carta, o conocedor de su pasión por los mitos, intentaba simplemente burlarse de él allá donde estuviese en este instante.

Se miró las manos, concretamente cada uno de sus dedos corazón, aquellas extrañas runas en el borde del espejo parecían esperar, burlonas. Se acercó a ellas con los dedos extendidos, empezó a acariciar los relieves rúnicos; de repente un destello sobre la superficie bruñida, sin saber cómo, su nombre se le escapó entre los labios. Una luz cegadora inundo aquella habitación.


 

-          Hola Mario, ¿Te pongo lo de siempre?

-          ¡Buenos días! No, solo un café. Oye, ¿Sabes que ha pasado con la tienda del Señor Cornelio?

-          Pues parece ser que al final no se ha vendido, la hija la dejó cerrada. Dijo que no se sentía capaz de liquidar lo que fue la vida de su padre, creo que busca alguien como arrendatario para mantenerlo tal cual. Bueno, cuéntame, ¿qué tal tu regalo? Llevas semanas sin aparecer por aquí.

 

-          ¿Mi regalo? Sorprendente, un verdadero tesoro para alguien como yo.

        Te aseguro que ha cambiado mi vida totalmente amigo.

-          Bueno, mientras sea para bien. Pero eso no te da derecho a dejar de visitar a los amigos con cierta frecuencia, me tenías algo preocupado; te he dejado varios mensajes en el móvil, aunque casi siempre lo tienes desconectado. Llevas casi dos semanas sin dar señales de vida.

-          Perdona, tienes toda la razón, supongo que me ha trastocado un poco todo lo sucedido desde el funeral, y reconozco que se me ha metido en la cabeza la hija de Cornelio, creo que me estoy obsesionando con ella.

-          ¡Chico, llámala, tienes su número! 

-          Tienes razón, después intentaré hablar con ella.

-          ¿Qué, otro cafecito para el abuelete? O prefieres una jarra fresca de cerveza y un pinchito de mi deliciosa tortilla de patata.

-          No gracias, creo que marcho ya, cuando llegue a casa intentare hablar con Dagda.

-          Pues nada campeón, un abrazo y suerte con la chica, la verdad es que está de muerte.



Camino de su casa, Mario no conseguía quitarse a Dagda de la cabeza, era como un pensamiento remachado a fuego en su cerebro. Necesitaba verla, le había mentido a José, llevaba dos semanas llamando a un teléfono que no respondía a sus mensajes.

¡Un momento, el espejo claro! A través de él podría verla, comunicar con ella, el viejo lo dejó escrito, ella era en cierta forma su guardiana.

Le falto tiempo para cerrar la puerta de su apartamento y dirigirse al espejo. Apoyó sus dedos sobre los símbolos, allí estaba el destello; ¡Dagda, Dagda! De repente, la luz cegadora de nuevo. La pantalla empezó a reflejar una imagen, ¡era ella, allí estaba! un momento, sus manos se extendían hacia él, sus ojos negros le miraban intensamente: ¡Ven, ven, coge mi mano!; parecían decirle. Mario estaba como hipnotizado, aquellos ojos le miraban como algo suyo, aquellas manos extendidas hacia él... ¡Oh, Dios, cuanto había soñado con esto! Ella le quería, le llamaba, era suya; sólo tenía que coger su mano en aquel reflejo, y ella vendría.

 


Sin saber cómo, sus manos empezaron a acariciar el reflejo de Dagda en la superficie plateada, su pelo, su cara, sus manos. De repente, un extraño fulgor azabache pareció apoderarse de toda la habitación, devorando a su paso la luz mortecina del atardecer.

 

-          Hola Dagda, parece que estamos destinados a encontrarnos en las situaciones más difíciles.

 

Aquellos ojos, negros como un eclipse, profundos como un misterio estaban clavados en José; parecían llamarle en cada mirada.

 

-          Es cierto, parezco una portadora de malos augurios. ¿Se sabe algo más de Mario?

-          No, es como si se hubiese marchado con lo puesto, eso dicen. Aún no dejan entrar en su casa.

-          ¡Tengo algo qué decirte José! Al llegar me pasé por la tienda de mi padre,  dejé a Mario  

       una copia de la llave. En la trastienda encontré esta carta para ti, y un paquete.

 

José miro aquel sobre con su nombre escrito, desde luego la letra era de Mario, qué extraño motivo le impulsaría a marcharse sin decir nada. Quién sabe, tal vez en aquella carta y el paquete que la acompaña encontraría respuestas a la extraña desaparición de su amigo Mario.

 

-          ¿Por qué no me acompañas a la tienda y vemos lo que te ha dejado Mario?

-          Sí, tienes razón.

 

José caminaba al lado de Dagda hacia la tienda, que extraño, apenas se habían visto tres o cuatro veces, sin embargo la sentía tan cercana, como sí una extraña complicidad se extendiese entre ellos. La puerta de la vieja tienda de antigüedades desprendía un extraño fulgor plateado, al igual que el escaparate. Seguramente Dagda se habría dejado alguna luz encendida.

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