sábado, 8 de diciembre de 2012

ENTRE LA NIEBLA.


Cuenta la leyenda que tras el bosque oscuro, arriba en el páramo, se alzaba una fortaleza sobre las viejas ruinas. Cuenta también la leyenda, que en aquella fortaleza vivió un ser malvado que disfrutaba torturando a los indefensos lugareños; mandaba sus mesnadas a saquear la aldea, ¡y pobres de aquellos que se atreviesen a oponerse a los crueles designios del señor!

Todos recordaban al viejo alguacil del lugar, y a su familia; el primer hombre que plantó cara a la crueldad del señor de la fortaleza. Sí, todos recordaban aquel sangriento día; las dos hijas y la mujer del alguacil fueron violadas repetidas veces, y degolladas después ante los ojos del maniatado y golpeado alguacil y su único hijo varón, inmediatamente después de la vejación y asesinato de las mujeres, desnudaron al hijo y lo empalaron ante los ojos del derrotado hombre, qué ya no pedía otra cosa que su propia muerte también. Pero no, no fue ese su destino; Le arrancaron los ojos y la lengua, le amputaron la mano derecha y se lo llevaron a la fortaleza como esclavo del señor. Todos recordaban, sí, lo recordaban perfectamente, pues tras la tortura y asesinato de aquella familia, dejaron los cuerpos a la entrada de la aldea como pasto de las alimañas y con la prohibición bajo pena de muerte, de dar sepultura a los despojos de aquellos infelices. Algunos aldeanos, aterrados por aquella crueldad extrema, agotados por una semivida en condiciones infrahumanas intentaron huir de la aldea, para ser perseguidos, y devueltos a la misma, donde eran castigados de una manera brutal ante todos los vecinos.

 Pasaron varios años, las condiciones de vida no habían mejorado en absoluto para aquellos desgraciados lugareños. De forma periódica bajaban las mesnadas, con o sin el señor al mando de las mismas; y saqueaban a placer, dejando a los infelices aldeanos, golpes, vejaciones y el alimento justo para sobrevivir, y pobre de aquella muchacha hermosa que tuviese la desgracia de dejarse ver; inmediatamente era maniatada y conducida a la fortaleza para, en el mejor de los casos retornar a la aldea varias semanas o meses después, convertida en un guiñapo, y muda de por vida, pues la crueldad de los moradores de aquella sangrienta fortaleza llegaba al punto de arrancarles la lengua para que nada pudiesen contar de lo sucedido entre aquellos muros de piedra y maldad.

Un día llegaron a la aldea dos jóvenes hermanos, para instalarse en ella como leñadores; eran fuertes, altos, de anchas espaldas y brazos y piernas que parecían tallados en piedra, tal era su constitución. Los chicos se apresuraron a construir una cabaña, pues faltaban pocos meses para la llegada del invierno, eran personas afables y pronto se ganaron el cariño y confianza de los lugareños. En las noches de aquel verano que tocaba a su fin, se reunían bajo un viejo y alto roble para charlar y compartir la escasa comida y bebida. Los hermanos habían llegado a este lugar apartado y olvidado por Dios, huyendo de una corta pero intensa vida como soldados. Buscaban una vida pacífica, y   un lugar tranquilo para asentarse y formar una familia.

Los aldeanos olvidaban sus preocupaciones escuchando los relatos de aquellos dos temerarios hermanos, y soñaban con viajar a tantos de aquellos rincones remotos, y ciudades que describían.

Tanto por la novedad de su presencia, como por las historias que traían con ellos; historias de luchas en las que habían participado, de viajes emprendidos, de lugares visitados, como por la apostura inherente de ambos hermanos; solo fue cuestión de tiempo que algunas mozas empezasen a lanzar lánguidas miradas a su paso, junto con algún suspiro. Y solo cuestión de tiempo también que uno de los dos hermanos, Rodrigo, cayese preso de una de esas miradas.

La joven en cuestión era hija del posadero que les hospedó, y alimentó mientras construían su cabaña. Jimena era una mujercita de dieciocho primaveras exultantes, de pelo y ojos castaños,

no demasiado alta, pero estilizada; su sonrisa era una brisa fresca, y sus miradas, certeras cómo saetas, hicieron blanco, primero en las miradas de Rodrigo, después en pleno corazón.

Aquellos días de finales de agosto, era algo habitual verles paseando, con las manos muy cerca, demasiado, aunque sin llegar a rozarse, al menos en público, ante la mirada y sonrisa comprensiva de la comunidad y la aceptación de los padres de la núbil doncellita. 

Otoño llegó con los preparativos de la ceremonia nupcial de Rodrigo Y Jimena, el mes de septiembre transcurrió plácido y lleno de buenos presagios, de sonrisas y celebraciones previas al gran día, y transcurrió también con la confianza de varios meses sin las visitas inoportunas de aquellas mesnadas que bajaban de cuando en cuando del bosque oscuro para atormentarles, una confianza qué les llevó al descuido.

Llegó por fin el día de la boda, con los albores de noviembre y las primeras nieves del año, un manto blanco cómo el sencillo vestido de Jimena, cubría las copas de los árboles, los tejados de las cabañas, y extendía sobre el suelo una alfombra nívea para los pies de los futuros esposos, que caminaban cogidos del brazo, camino de la pequeña ermita. Tras ellos, una alborozada aldea, al frente de la cual caminaban el hermano de Rodrigo, y los padres de Jimena; frente a la puerta esperaba el anciano fraile.

De repente un ruido atronador, unos aullidos salvajes apercibieron a los lugareños de la llegada de aquellas mesnadas. Para su desgracia entraron rodeando la aldea, ¡no había escape posible! Los asustados aldeanos se apiñaron, intentando ocultar a las mujeres de los codiciosos ojos de la brutal soldadesca mercenaria, pero todo fue en vano; cargaron como lobos salvajes contra el grupo, apartando unos a los hombres y dejando los otros a las mujeres, indefensas y expuestas a la vista de su lascivia, en el centro del circulo se encontraba Jimena, bella y esplendorosa ante la siniestra mirada del señor de las mesnadas, y el terror de aquellos lugares, qué se apresuró a entrar en el circulo y subirla de manera brutal a su negro corcel, cruzándola sobre la grupa de aquel caballo oscuro, cómo el destino de aquella infeliz.

El anciano fraile, el joven e impetuoso Rodrigo, su hermano y el padre de Jimena intentaron interponerse entre aquella desdichada y las pérfidas intenciones de su raptor, sujetando unos las riendas del animal, otros intentando bajar a Jimena de aquella grupa.

Entonces se desató el infierno, Rodrigo sintió un brutal y frío golpe en su mano, una mano que contempló incrédulo en el suelo, cercenada de su brazo, después un fuerte golpe en la cabeza, y todo se volvió negro.

Al despertar, lo primero que vio fue a su hermano, junto a él, con la mirada triste y ensangrentada. A su alrededor, en aquel frío suelo; los cadáveres del viejo posadero y su esposa, el cuerpo decapitado del fraile, y los de algunos vecinos más, la ermita agonizaba pasto de las llamas, también habían incendiado algunas cabañas. Se llevaron a Jimena y a otras tres doncellas más, la aldea ofrecía una imagen dantesca.

Cuenta la leyenda, que tras enterrar los cadáveres y recomponerse como mejor pudieron, aquellos jóvenes hermanos excitaron los ánimos de los supervivientes, conminándolos a luchar, y morir si fuese necesario, antes que seguir soportando aquellas brutalidades.

Cuenta también la leyenda, que los hermanos sacaron de nuevo sus armas, y enseñaron a los lugareños a defenderse y luchar, como mejor supieron; y una noche negra de comienzos de invierno, una procesión de antorchas y aldeanos indignados subieron a morir al páramo.

Fue una noche de sangre y fuego, una noche de muerte y de venganza, sobrevivieron muy pocos, pero al clarear el día aquella fortaleza maldita se consumía pasto de la ira, y de las llamas. El señor de los malditos ardió entre sus muros con algunos de sus hombres, otros encontraron la muerte luchando a las puertas. Pero todos los componentes de aquella legión maldita perecieron en justa venganza.

También murió el hermano de Rodrigo junto a varios aldeanos, rescataron a Jimena y a dos de las tres doncellas que secuestraron el día de la funesta boda, no eran las mismas, sus ojos reflejaban sufrimiento, sus cuerpos mancillados y atormentados eran prueba del dolor que destilaban aquellas miradas. La vida continuó, los años amortiguaron el dolor y vejaciones, llegaron hijos, después nietos.

Con el correr de los siglos la historia original quizás perdió parte de su contenido, nunca lo sabremos; sin embargo tras aquel bosque aun pueden verse los restos calcinados de aquella fortaleza del mal, y la esencia de lo que ocurrió allí y sus motivos, han pasado de generación en generación entre nosotros; yo mismo soy un descendiente del valiente Rodrigo, aquel que por amor desafío y venció al mal.

Pero el mal no se fue del todo, sigue allí, entre aquellos restos calcinados y malditos; en noches de luna llena puede verse una densa niebla qué se apodera del bosque. Dicen que aquellos desdichados que se aventuran en aquella opacidad en busca de aventuras, se pierden en un nexo de los tiempos, un nexo que les conduce a vivir aquel horror contra el que lucharon mis antepasados, cuentan que jamás vuelven a salir de aquella niebla.

Jorge y Sonia escuchaban absortos el relato del joven posadero; un chico de unos veinticinco años. Ante ellos unas tazas de café, un café que no habían probado, un café frío.

 
Llegaron esa misma tarde, su intención hospedarse unos días y recorrer la zona como senderistas, preguntaron al posadero por lugares interesantes, e historias inquietantes, y él les contó la historia de su posada, de sus antepasados; la historia de ese pequeño pueblo en el que tenían intención de permanecer algunos días, y una extraña leyenda que flotaba en torno a unas ruinas tras un bosque.

Cuenta la historia, que dos curiosos senderistas se encaminaron una tarde de enero en busca de aventuras y de unas viejas ruinas, cuenta también que algunos vecinos intentaron disuadirles, para que no lo hiciesen, no esa tarde. Cuenta la historia que los jóvenes les miraron sonrientes y negaron, cuenta cómo los vecinos les vieron alejarse confiados, cómo les vieron desaparecer entre aquella espesa niebla que empezaba a formarse en las vísperas de la noche de la gran batalla, acaecida siglos atrás, en aquellos mismos parajes.

Meses después, un vecino encontró a una chica semidesnuda, y notoriamente trastornada, sus ojos reflejaban un profundo terror, era incapaz de articular palabra alguna con coherencia. Explorando los alrededores encontraron el cuerpo mutilado de un joven, le habían arrancado los ojos y la lengua, y le faltaba también la mano derecha.

A lo lejos, entre los jirones de niebla, desde lo más profundo del bosque, llegaba el eco de un macabro estruendo; algo parecido al galope de varios caballos y viejos gritos de batalla.

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